Hoy se estrena la que aparentemente será la última película de Hayao Miyazaki, Kimitachi wa dô ikiru ka (23). Si el ya venerable anciano director mantiene su intención de retirarse habrá dejado una docena de filmes que han cambiado la Historia del Cine. En once de ellos la contribución de Joe Hisaishi ha resultado capital para que todos sean lo que hoy y siempre serán: obras de arte. La música como expresión sentimental y poética –también metafórica– es una constante en la aportación de Hisaishi al cine de Miyazaki. A partir de una inusual libertad creativa concedida el compositor ha amplificado la dimensión de las películas y establecido sinergias estéticas con lo visual, con los colores, pero también con lo narrativo y lo dramatúrgico. Cada uno de sus trabajos en común se destaca por tener bandas sonoras muy ricas en temas y en orquestación, pero sobre todo por su poderoso tema principal que no es simplemente hermoso sino que es de gran calado expresivo y que funciona como eje narrativo. La excepción es curiosamente esta última que, como he comentado en mi reseña, es la que tiene menor cantidad de música y también la de menor relevancia dramatúrgica y narrativa.
He visto la película hace unas pocas horas y no he salido del todo convencido, es evidentemente apabullante en lo visual pero no he conseguido entrar en ella, me ha dejado frío, en buena medida por Hisaishi. Pero es una impresión personal, como lo es la de cualquier persona que se pone frente a una obra artística: prueba de que mi verdad es solo mía pero de nadie ni para nadie más que no la comparta es la mucha gente que también conoce la obra de Miyazaki y que habla y escribe maravillas sobre ella. Seguramente pasará lo mismo con la música de Hisaishi: hay bandas sonoras que son ejemplares por sus formas y modos, independientemente de gustos personales, y otras que lo son en función de cómo lleguen emocionalmente a las audiencias. En mi caso la he sentido como una música excesivamente básica y simple, de poco calado, ¡pero cómo voy a objetar a quien la haya sentido completa y honda! El arte es así y la música de cine es arte.
En cualquier caso, desde la grandiosidad musical del primer filme juntos, Kaze no tani no Naushika (84), cada trabajo en común ha sido único: Tenku no shiro Rapyuta (86) es un festival de vitalidad y optimismo; Tonari no Totoro (88) es icónica en Japón, más allá de la propia película; la melancolía tan exquisitamente elegante de Majo no takkyûbin (89), la calidez de Kurenai no buta (92), la espiritualidad de Mononoke Hime (97) la magia y fantasía de Sen to Chihiro no kamikakushi (02), el esplendor de Hauru no ugoku shiro (04), la alegría de Gake no ue no ponyo (2008) o el refinamiento de El viento se levanta (13) son descripciones absolutamente simplistas y banales de lo que son, cada una de ellas, obras merecedoras de estudios de máxima profundidad pues son auténticas lecciones de cine y del cine que se hace con la música. Y este formidable legado musical de Joe Hisaishi es, también, el legado de quien quiso esas músicas para completar sus películas. Es el legado de Miyazaki.